I En la escuela de lobos
A pesar de que la agonía de George Harrison fue larga, o al menos la inminencia de su deceso fue anunciada con malsana anticipación, los balances y recuerdos editados después del 29 de noviembre de 2001 se centraron en su etapa Beatle —con énfasis en lo hecho a partir de Rubber Soul (Parlophone, 1965) hasta la grabación postrera de los Fab Four, Abbey Road (Apple, 1969); es decir, de su interés por la cítara hasta dos de sus temas más reconocidos: “Something” y “Here comes the sun”— y en el álbum triple All Things Must Pass (Apple, 1971), techo de su creatividad que demostró cuánto material había desdeñado la dupla Lennon-McCartney o hasta dónde había decidido guardar silencio el autor de “If I needed someone”.
Pero, las pregunta inminentes son: ¿y qué hay de los demás álbumes en plan de solista?, ¿por qué los panegíricos no se han volcado hacia Dark Horse (Apple, 1974), George Harrison (Warner/ Dark Horse, 1979), Somewhere in England (Warner/ Dark Horse, 1981) o Gone Troppo (Warner/ Dark Horse, 1982)? y, ya en terrenos más locales, ¿por qué ni en “La estación de los Beatles” se ha dedicado el tiempo suficiente a la obra de Harrison lejana del amparo de The Beatles o de los Traveling Wilburys?
La respuesta, si se quiere ser sutil, es que lejos de los lobos, Harrison empezó a aullar de manera distinta, más callada y menos brillante que en el periodo Beatle. Y es que si bien bajo la mirada de Lennon y McCartney sus intervenciones fueron mínimas —apenas veintidós temas suyos están inscritos en la discografía oficial del cuarteto—, también es innegable que el espíritu de competencia le obligó entonces a ofrecer composiciones temerarias (“Only a northern song”, “It’s all too much” y “Blue jay way” son barrocos trips de psicodelia pura) y alusivas a la realidad de manera sarcástica (“Taxman” y “Don’t bother me”) que en su posteriores álbumes serían ya rara avis.
A pesar de que tras la desaparición oficial de The Beatles, Harrison fue quien menos lo lamentó públicamente —“El grupo había empezado como una especie de vehículo para hacer muchas cosas cuando éramos jóvenes, pero había llegado a un punto en que nos estaba ahogando. Había demasiadas restricciones. El grupo tenía que autodestruirse y yo no me sentía mal por el hecho de que alguien quisiera dejarlo, porque yo también quería marcharme”, declaró en Anthology (2000)—, es obvio que All Things Must Pass fue la mejor grabación derivada de esa experiencia, compartiendo con ella incluso conexiones más allá de lo anímico: el productor de ese álbum fue Phil Spector, el mismo que estuvo detrás de la consola de grabación en Let It Be (Apple, 1970), y Ringo Starr, en la batería, se solidarizó con su amigo, compartiendo espacio con sus colegas Ginger Baker y Alan White.
La aparición de álbumes de los ex miembros de The Beatles ha suscitado desde 1970 un interés fuera de lo común entre los devotos y la prensa, dándoles de manera regular (con excepción de Starr) un primer sitio en las listas de ventas. Empero, en el caso de Harrison la distancia entre el fanatismo y la crítica ha alcanzado zonas de alejamiento descomunales. En
Esa falta de esencia está proyectada, lamentablemente, en buena parte de la discografía de Harrison. Y si es cierto que por un lado el deceso le dará un inefable carácter de invulnerabilidad a su legado, no se puede soterrar el hecho de que, además de “My sweet Lord”, el mayor éxito de Harrison llegó en 1981 cuando para promover Somewhere in England (Warner/ Dark Horse) lanzó un elogio de simplona melodía en honor de John Lennon —“All those years ago”— que llegó hasta el segundo lugar de Billboard y allí permaneció durante tres semanas. De nuevo el aire de The Beatles, de nuevo la atención de todos.
Mas lo que el espíritu mistificador tardará en sepultar es que esa canción no nació pensada originalmente en recuerdo del autor de “Instant karma”. Somewhere in England estaba planeado para aparecer en noviembre de 1980, pero Warner Bros. le regresó a Harrison la grabación alegando que la calidad de cuatro temas allí incluidos —“Flying hour”, “Lay his head”, “Sat singing” y “Tears of the world”— era “indigna”. El compositor regresó al estudio para grabar cuatro tonadas: “Blood from a clone” (diatriba contra los ejecutivos que pasó desapercibida a los censuradores del mismo Harrison) , “Teardrops”, “That which I have lost” y una más dedicada a Ringo Starr que después del asesinato de Lennon el ocho de diciembre de ese año fue reajustada. Tal vez para saldar la deuda con el bonachón baterista, en Cloud nine (Warner/ Dark Horse, 1987), álbum que grabó seis años después, ofreció un visión más amable de su paso por The Beatles con “When we was Fab”.
II Maestro retirado a los 28 años
Los sumandos de The Beatles abrieron brecha como conjunto, pero como solistas tuvieron que cargar con un cariz institucional que sólo les permitió ratificar en algunos puntos la grandeza alcanzada anteriormente. Con ese estigma, McCartney siguió siendo el romántico, Lennon el irreverente y mordaz, Starr el clown y Harrison el místico.
Semejante lectura, por supuesto, es equívoca. The Beatles no constituyeron un acto circense en el que cada integrante tuviera asignado un papel con límites precisos. Particularmente cuando dejaron de dar recitales y con ayuda de George Martin entendieron que el estudio de grabación era un instrumento más, su música cambió.
En ese proceso, en que la cítara le dio al músico una identidad ligada a la religión hindú, hay también un hecho insoslayable y también marginado por quienes ven en el autor de “I want to tell you” solamente a un ser resentido: George Harrison fue el guitarrista líder de The Beatles. Eso quiere decir que a pesar de que los temas eran de la conocida dupla, el timbre, el vibrato, el slide y —en suma— el solo de seis cuerdas, llevan su rúbrica.
Del matinal rasgueo de “Here comes the sun” a la explosiva introducción de “Revolution”; de las seis notas reflexivas que acentúan “In my life” a la oscura petición en “Get back”; de la melodía pre-psicodélica de “Paperback writer” al crispante solo de “Hey bulldog”; de la marcial entonación de “Getting better” al festín de feedback en “It’s all too much”; del contracanto sardónico en “She came in through the bathroom window” al latigazo de ruego en “Oh Darling”, y del sordo slide en “For you blue” al misterioso fade de “I’m only sleeping”, la guitarra de Harrison ha dejado huellas imborrables en las circunvoluciones craneanas de individuos como Chris Difford y Glenn Tilbrook (de Squeeze), Andy Partridge y Dave Gregory (XTC), Neil Finn (Crowded House), Paul Weller (The Jam), Roger McGuinn (The Byrds), Alex Chilton (Big Star) y Norman Blake y Raymond McGinley (Teenage Fanclub). Es decir, se convirtió en el guía de seis cuerdas para muchos cuando apenas tenía 28 años.
Sin ejecutantes, los autores musicales no existirían. Sin George Harrison un capítulo crucial de la música del siglo pasado estaría incompleto. Pero es innecesaria la especulación. The Beatles existieron, su música se mantiene incólume y ese aprendizaje le sirvió al guitarrista para advertir desde su interior: “Desde un punto de vista general importaría muy poco que nunca hubiésemos grabado un disco o cantado. Eso no es lo que cuenta. A las puertas de la muerte necesitarás algún tipo de guía espiritual y conocimientos que abarquen más allá de los límites del mundo físico. Desde esa perspectiva da igual si eres el rey de un país, el sultán de Brunei o uno de los fabulosos Beatles, lo que cuenta es lo que se lleva dentro. Para mí, algunas de las mejores canciones son las que todavía no he escrito, y da lo mismo si nunca llego a escribirlas porque no son más que meras pinceladas en un cuadro enorme”. *