6 de noviembre de 2013

George Harrison y sus sombras



I En la escuela de lobos
A pesar de que la agonía de George Harrison fue larga, o al menos la inminencia de su deceso fue anunciada con malsana anticipación, los balances y recuerdos editados después del 29 de noviembre de 2001 se centraron en su etapa Beatle —con énfasis en lo hecho a partir de Rubber Soul (Parlophone, 1965) hasta la grabación postrera de los Fab Four, Abbey Road (Apple, 1969); es decir, de su interés por la cítara hasta dos de sus temas más reconocidos: “Something” y “Here comes the sun”— y en el álbum triple All Things Must Pass (Apple, 1971), techo de su creatividad que demostró cuánto material había desdeñado la dupla Lennon-McCartney o hasta dónde había decidido guardar silencio el autor de “If I needed someone”.

Pero, las pregunta inminentes son: ¿y qué hay de los demás álbumes en plan de solista?, ¿por qué los panegíricos no se han volcado hacia Dark Horse (Apple, 1974), George Harrison (Warner/ Dark Horse, 1979), Somewhere in England (Warner/ Dark Horse, 1981)  o Gone Troppo (Warner/ Dark Horse, 1982)? y, ya en terrenos más locales, ¿por qué ni en “La estación de los Beatles” se ha dedicado el tiempo suficiente a la obra de Harrison lejana del amparo de The Beatles o de los Traveling Wilburys?

La respuesta, si se quiere ser sutil, es que lejos de los lobos, Harrison empezó a aullar de manera distinta, más callada y menos brillante que en el periodo Beatle. Y es que si bien bajo la mirada de Lennon y McCartney sus intervenciones fueron mínimas —apenas veintidós temas suyos están inscritos en la discografía oficial del cuarteto—, también es innegable que el espíritu de competencia le obligó entonces a ofrecer composiciones temerarias (“Only a northern song”, “It’s all too much” y “Blue jay way” son barrocos trips de psicodelia pura) y alusivas a la realidad de manera sarcástica (“Taxman” y “Don’t bother me”) que en su posteriores álbumes serían ya rara avis.

A pesar de que tras la desaparición oficial de The Beatles, Harrison fue quien menos lo lamentó públicamente —“El grupo había empezado como una especie de vehículo para hacer muchas cosas cuando éramos jóvenes, pero había llegado a un punto en que nos estaba ahogando. Había demasiadas restricciones. El grupo tenía que autodestruirse y yo no me sentía mal por el hecho de que alguien quisiera dejarlo, porque yo también quería marcharme”, declaró en Anthology (2000)—, es obvio que All Things Must Pass fue la mejor grabación derivada de esa experiencia, compartiendo con ella incluso conexiones más allá de lo anímico: el productor de ese álbum fue Phil Spector, el mismo que estuvo detrás de la consola de grabación en Let It Be (Apple, 1970), y Ringo Starr, en la batería, se solidarizó con su amigo, compartiendo espacio con sus colegas Ginger Baker y Alan White.

La aparición de álbumes de los ex miembros de The Beatles ha suscitado desde 1970 un interés fuera de lo común entre los devotos y la prensa, dándoles de manera regular (con excepción de Starr) un primer sitio en las listas de ventas. Empero, en el caso de Harrison la distancia entre el fanatismo y la crítica ha alcanzado zonas de alejamiento descomunales. En 1973, a la aparición de Living in the material world (Apple, 1973), que a los días de lanzado consiguió disco de oro, Robert Hilburn, de Los Angeles Times, escribió: “Una producción cuidada, una musicalidad experta y otros elementos de camuflaje en la grabación pueden darle a una canción ordinaria bastante encanto superficial para hacerla grata a la luz del casual mundo de la música pop... Canciones luminosas, pero sin sustancia”.

Esa falta de esencia está proyectada, lamentablemente, en buena parte de la discografía de Harrison. Y si es cierto que por un lado el deceso le dará un inefable carácter de invulnerabilidad a su legado, no se puede soterrar el hecho de que, además de “My sweet Lord”, el mayor éxito de Harrison llegó en 1981 cuando para promover Somewhere in England (Warner/ Dark Horse) lanzó un elogio de simplona melodía en honor de John Lennon  —“All those years ago”— que llegó hasta el segundo lugar de Billboard y allí permaneció durante tres semanas. De nuevo el aire de The Beatles, de nuevo la atención de todos.

Mas lo que el espíritu mistificador tardará en sepultar es que esa canción no nació pensada originalmente en recuerdo del autor de “Instant karma”. Somewhere in England estaba planeado para aparecer en noviembre de 1980, pero Warner Bros. le regresó a Harrison la grabación alegando que la calidad de cuatro temas allí incluidos —“Flying hour”, “Lay his head”, “Sat singing” y “Tears of the world”— era “indigna”. El compositor regresó al estudio para grabar cuatro tonadas: “Blood from a clone” (diatriba contra los ejecutivos que pasó desapercibida a los censuradores del mismo Harrison) , “Teardrops”, “That which I have lost” y una más dedicada a Ringo Starr que después del asesinato de Lennon el ocho de diciembre de ese año fue reajustada. Tal vez para saldar la deuda con el bonachón baterista, en Cloud nine (Warner/ Dark Horse, 1987), álbum que grabó seis años después, ofreció un visión más amable de su paso por The Beatles con “When we was Fab”.




II  Maestro retirado a los 28 años

Los sumandos de The Beatles abrieron brecha como conjunto, pero como solistas tuvieron que cargar con un cariz institucional que sólo les permitió ratificar en algunos puntos la grandeza alcanzada anteriormente. Con ese estigma, McCartney siguió siendo el romántico, Lennon el irreverente y mordaz, Starr el clown y Harrison el místico.

Semejante lectura, por supuesto, es equívoca. The Beatles no constituyeron un acto circense en el que cada integrante tuviera asignado un papel con límites precisos. Particularmente cuando dejaron de dar recitales y con ayuda de George Martin entendieron que el estudio de grabación era un instrumento más, su música cambió.

En ese proceso, en que la cítara le dio al músico una identidad ligada a la religión hindú, hay también un hecho insoslayable y también marginado por quienes ven en el autor de “I want to tell you” solamente a un ser resentido: George Harrison fue el guitarrista líder de The Beatles. Eso quiere decir que a pesar de que los temas eran de la conocida dupla, el timbre, el vibrato, el slide y —en suma— el solo de seis cuerdas, llevan su rúbrica.

Del matinal rasgueo de “Here comes the sun” a la explosiva introducción de “Revolution”; de las seis notas reflexivas que acentúan “In my life” a la oscura petición en “Get back”; de la melodía pre-psicodélica de “Paperback writer” al crispante solo de “Hey bulldog”; de la marcial entonación de “Getting better” al festín de feedback en “It’s all too much”; del contracanto sardónico en “She came in through the bathroom window” al latigazo de ruego en “Oh Darling”, y del sordo slide en “For you blue” al misterioso fade de “I’m only sleeping”, la guitarra de Harrison ha dejado huellas imborrables en las circunvoluciones craneanas de individuos como Chris Difford y Glenn Tilbrook (de Squeeze), Andy Partridge y Dave Gregory (XTC), Neil Finn (Crowded House), Paul Weller (The Jam), Roger McGuinn (The Byrds), Alex Chilton (Big Star) y Norman Blake y Raymond McGinley (Teenage Fanclub). Es decir, se convirtió en el guía de seis cuerdas para muchos cuando apenas tenía 28 años.

Sin ejecutantes, los autores musicales no existirían. Sin George Harrison un capítulo crucial de la música del siglo pasado estaría incompleto. Pero es innecesaria la especulación. The Beatles existieron, su música se mantiene incólume y ese aprendizaje le sirvió al guitarrista para advertir desde su interior: “Desde un punto de vista general importaría muy poco que nunca hubiésemos grabado un disco o cantado. Eso no es lo que cuenta. A las puertas de la muerte necesitarás algún tipo de guía espiritual y conocimientos que abarquen más allá de los límites del mundo físico. Desde esa perspectiva da igual si eres el rey de un país, el sultán de Brunei o uno de los fabulosos Beatles, lo que cuenta es lo que se lleva dentro. Para mí, algunas de las mejores canciones son las que todavía no he escrito, y da lo mismo si nunca llego a escribirlas porque no son más que meras pinceladas en un cuadro enorme”. *


6 de agosto de 2011

Milt Jackson (1923-1999), renovador del vibráfono


“Milt Jackson y yo nos conocimos en 1972 en el Nice Jazz Festival, cuando yo estaba tocando con Charles Mingus. The Modern Jazz Quartet andaba también en el festival, y me sentí bendecido por estar ante la presencia de Milt. Lo admiraba entonces como lo admiro hoy por sus extraordinarias habilidades musicales, su poderosa inteligencia y su maravilloso ingenio. Cuando él toca el vibráfono, siempre me sorprende la pureza de su sonido y la claridad de sus solos. Es una fuente de asombro lo mismo en una big band, en un grupo pequeño o a capella, dada la profundidad emocional de su música y la desvergonzada energía y alegría con la que toca.

30 de junio de 2011

A 15 años del último viaje de Timothy Leary


Estados Unidos se queda sin hombres peligrosos
Ayer, 31 de mayo de 1996, a consecuencia de cáncer de próstata, falleció el hombre al que Richard Nixon alguna vez calificó como "el más peligroso en América": Timothy Leary.

Sin haber podido concretar su amenaza de suicidarse ante la Internet —acto que planeaba como su último signo de re­beldía—, Leary falleció cuando dormía, y según declaraciones de su amiga Carol Rosin, sus últimas palabras fueron: "¿Por qué no?" y "Sí". Mas fiel a su consigna emitida en su home page, que puede consultarse en Internet, sus últimos momentos de vida fueron registrados en video, de manera que podrán ser vistos en el directorio http://leary.com.

14 de marzo de 2010

Ute Lemper: "Canto para enfrentar la historia alemana"


Es vamp por herencia espiritual y es también símbolo de una minoría alemana que voltea con regularidad al pasado para encontrar las más punzantes e inteligentes muestras de lo que la diversión, al amparo de la democracia, puede llegar a ser.

14 de febrero de 2010

Kurt Weill, cronista de la corte de los milagros


Su obra más memorable, escrita entre las décadas de los veinte y treinta del siglo XX, fue pródiga en asuntos que más tarde el rock, interesado en retratar la vida en los márgenes de la moral y la ley, recogió. Sus personajes más célebres son prostitutas, padrotes, tahúres y ladrones.

31 de diciembre de 2009

Anita O'Day, sobreviviente


La aparición del álbum antológico Finest Hour (Verve, 2000) ha contribuido a la coronación, ciertamente tardía, de una de las cantantes de jazz más notables y jubilosas. Con una carrera llena de altibajos, enredada durante ocho años con una droga dura sólo por la necesidad de alejarse del alcohol, y una resistencia superior a la de muchos de sus contemporáneos, O’Day, gracias a este redescubrimiento, sigue musitando insinuaciones con su flexible y ronco timbre.

Cuando empecé a trabajar nuevamente en el Starlite, andaba un poco perdida. Comencé a alternar con todos los personajes del bar: vendedores de droga y sus clientes, no siempre músicos. Eran tipos que querían conocerme porque pensaban que yo tenía dinero. Me invitaban a fiestas donde había mucha droga y bebida. Por supuesto, agarraba unas borracheras de miedo y no puedo jurarlo, pero creo que en un par de ocasiones tragué heroína.

20 de julio de 2009

Éxitos lunáticos

Desde tiempos inmemoriales, trovadores, poetas, juglares y músicos de todo género le han adjudicado a la luna virtudes que cualquier astrónomo descalificaría con una sonrisa desdeñosa. Sin embargo, como más se aprende por el oído que a través de los libros de ciencia, la música ha encontrado en nuestro satélite un pretexto magnífico para ponderarlo como faro nocturno atento a la gloria del amor, al despecho y a la soledad.

Arduo y más allá de los límites de este humilde blog sería lanzarse a la elaboración de una antología de canciones que tengan en la luna su central protagonista. Por ello, prefiero ceñir el territorio a la lista del Top 40 de la revista Billboard durante los últimos 50 años,* explorando exclusivamente las grabaciones que en Estados Unidos tuvieron relevancia y que, aun de rebote, han llegado hasta acá. La relación no es, con todo, absoluta, pero sí deja constancia de que si no es de queso, la luna sigue siendo para muchos un territorio donde, tal vez para vencer la ausencia de fuerza de gravedad, el suelo está inundado de miel.

29 de junio de 2009

Réquiem por un hombre-industria

Suena en este momento "Remember the time", de Michael Jackson, en la mejor versión que conozco: con Lester Bowie's Brass Fantasy, que incluye bestiales solos de Bowie en la trompeta y de Luis Bonilla y Frank Lacy trombones (puedes bajarlo aquí, en Flac o MP3). No hay en casa, de hecho, un solo álbum de MJ como solista. Hay, sí, antologías de Motown donde reluce él con sus hermanos.

Jackson fue uno de esos personajes cuya continua exposición en los medios —centrados en sus filias y fobias, en sus gestos excéntricos, en la pigemntación de su piel, en su vida que de privada no tenía mucho— le restó credibilidad a su quehacer. Su carácter como compositor, intérprete y entertainer quedó sepultado por arrebatos que llegaban —muy cribados— a nosotros luego de transitar por el no menos deformante lente de las agencias de noticias y de los redactores de periódicos o noticiarios.

Para la generación que le tocó ser púber y adolescente en los 80, la noticia del deceso de MJ ha sido tan impactante como lo fue la del nueve de diciembre de 1980 para la mía. Al pasmo de sus fans se añade el hecho de que MJ pensaba regresar a lo suyo, la música, con una extensa serie de conciertos de despedida en Londres y que, de vez en cuando, daba señales de querer limpiar el estercolero amarillista en que se había convertido su imagen pública.

Jackson, igual que Prince, no pudo saltar del peñasco de los 90 al nuevo siglo. Proeza que sí consiguió Madonna. Mas para la historia de las enciclopedias (hoy amenazadas por la aparición de grupos como esporas en la red) quedan sus pasos firmes en muchos terrenos: sin él y sin "Thriller" o "Beat it", la evolución del video-clip habría sido otra; los récords de ventas de sus álbumes grabados en los 80 no sólo importan por sus millones de dólares, sino porque su presencia en millones de hogares representó un reconocimiento contemporáneo a la cultura pop negra regida por el mercado.

MJ, como Elvis Presley, fue un hombre-industria: reformó al mundo del entretenimiento con el apoyo de poderosos artífices (el productor Quincy Jones fue decisivo en Off the Wall). Pero a diferencia de Presley, intentó, en vano, preservar vivo a su niño interno y el rancho Neverland pasó de ser su paraíso a un campo de batalla mermado por la usura informativa.

Con frecuencia, y en tono carente de corrección política, me he preguntado qué hay en la mente de un fan de MJ para seguirlo respetando cuando las muestras de su ego y de comportamiento habían sido tan accidentadas. En lo musical, que es lo que importa, su álbum HIStory fue un pastelazo que acabó en la cara del emisor.

Vendrá un caudal de opiniones y de remembranzas. Es deseable que cuando la blablería (esta nota es un ejemplo) se aplaque, lo que quede a flote sean sus canciones y sus innovaciones. Y que sus tropiezos, a fuerza de ser repetidos y malinterpretados, se conviertan sólo en un anodino anecdotario.

El 9 de diciembre de 1980, en el programa El lado oscuro de la luna, en Radio Educación, Emilio Ebergenyi leyó el guión preparado a toda prisa por Juan Villoro y Claudia Aguirre. Parafraseo mínimamente el final de ese programa, pensando en los fans de MJ:

“Michael Jackson ha muerto. El sueño ha terminado. A sus fans les queda una responsabilidad mayúscula: ahora tendrán que aprender a soñar con sus propios medios”.

25 de julio de 2008

Carl Stalling, nuestro primer maestro de música

Además de que el Pato Lucas siempre será más humano —por celoso, traidor y ambicioso— que cualquier personaje de Disney, las viejas caricaturas de Warner nos dieron un regalo adicional: los collages sonoros de Carl Stalling.

4 de julio de 2008

Qué jazzistas tan cerdos

Un santo y seña forjado con interminables sesiones frente al televisor cuando éste no era visto como la nana más peligrosa del mundo occidental, dice: "¿Quién es nuestro estupendo actor? / ¿Quién nos hace gozar?..."



Además de enseñarnos que ganarse por radio un pato negro "que hace cua-cuá" no era recomendable y de que los productos Acme llegaban rápido por correo -aunque su calidad siempre será dudosa-, El Festival de Porky nos dio a muchos entonces infantes las primeras nociones de cool jazz con Three Little Bops, una brillante paráfrasis de "Los tres cerditos y el lobo feroz" en la que los puercos hermanos eran miembros de un combo musical que dadas sus altas exigencias no abría sus filas para que un lobo con trompeta y poco talento se integrara.

Humillado por el trío -compuesto por batería, guitarra y piano- y por el público, al lobo no le quedaba sino soplar y soplar a través de su instrumento para derrumbar primero el club erigido con paja, luego el construido con madera y por último descubrir que el de ladrillos era inexpugnable. El relato tenía un narrador y necesario es apuntar que la versión doblada en español era espléndida en su forma y contenido. Con chacota y un fraseo sensacional, se aderezaban las escenas con memorables versos como éstos: "Y poco antes de lo que les cuento/ tenían una casa de puro cemento./ Y un gran letrero allí en la puerta,/ decía muy claro que el lobo no entra. (...) El lobo feroz desapareció/ y en su lugar una gran mancha quedó./ Se le buscó en todo lugar/ pero al infierno fue a parar".

Y es que desesperado ante tanto rechazo tras intentar colarse al exclusivo club con un ukelele, disfrazado en una maceta y como percusionista colegial con bombo, el lobo decide volar el sitio con un gran cartucho de dinamita y, por supuesto, se malogra su propósito, acabando su existencia en un caldero y convertido (¡hélas!) en el excelente trompetista que en vida no pudo ser. Pero como se trata de que el final feliz cobije a todos, el espíritu del antes frustrado asciende al escenario y se une al trío, que incluso cambia su nombre a "Los Tres Cerditos y Uno".

Aunque inocente en apariencia y adecuada para un horario triple A, la caricatura, estrenada en cines en Estados Unidos el 5 de enero de 1957 y luego transmitida en las pantallas chicas dentro de El Festival de Porky, contiene dos lecturas que demuestran la sagacidad del guionista Warren Foster (quien después hizo trabajos más inocentes con el Oso Yogui y Charlie Brown) y del compositor Shorty Rogers (1924-1994): la primera se relaciona con Robert Johnson (1911-1938), de quien la leyenda dice que siendo un inhábil músico, una noche, cerca de una plantación en Mississippi, se encontró con el mismísimo Diablo y éste le ofreció convertirlo en el mejor blues man si a cambio le daba su alma. Johnson aceptó. El Diablo afinó la guitarra del joven, se la regresó y éste, en menos de un año, se había convertido en el Rey del Blues del Delta, capaz de escribir, tocar y cantar las más memorables canciones del género, muchas de las cuales se pueden escuchar en el Robert Johnson: The Complete Recordings (Columbia/ Legacy, 1990), que recibió un Grammy como grabación histórica.

La otra interpretación puede parecer más desaforada, pero tras revisar la biografía de Shorty Rogers (1924-1994) es sencillo advertir que quien fue integrante del Woody Herman's First Herd conoció a muchos colegas que vivieron en el regularmente llamado "infierno de la droga". La heroína fue sustancia de uso común entre muchos músicos que recurrieron a ella para soportar y dar lo mejor de sí en extenuantes sesiones en clubes y estudios de grabación. Unos pudieron desengancharse de ella, otros no. La nómina de músicos con los que Rogers trabajó y que sabían de la angustia porque el conecte llegara a tiempo fueron, entre otros, el trompetista y cantante Chet Baker (1929-1988), el baterista Shelly Manne (1920-1984) y los saxofonistas Charlie Parker (1920-1955), Art Pepper (1925-1982) y Dexter Gordon (1923-1990).

El descenso del lobo al averno y el sonido afilado que allí adquiere permiten suponer que la idea de Rogers y Warren Foster era la misma: el infierno es insoportable, pero lo que a veces se consigue en él puede ser, artísticamente, irreprochable. De hecho, en la misma vena, Rogers había participado dos años antes en uno de los filmes clave de la relación música-infierno-drogas: El hombre con el brazo de oro (Otto Preminger, 1955), en la que Frank Sinatra encarna a un baterista que quiere enmendarse socialmente pero reincide en la droga y su drama existencial se agudiza por la presencia de una esposa chantajista y una gavilla que lo obliga a jugar sucio al póquer.

Caricatura excepcional por su tema, tratamiento y conclusión, Three Little Bops merece una revaloración tan grande como que consiguió la serie televisiva Jazz, de Ken Burns, y, ante todo, su retransmisión frecuente, aunque sea en horario para adultos.

Este post fue originalmente publicado en el blog Lulú Roja hace tres años. Hoy lo exhumo porque, gracias a la Diosa Fortuna, McLocoMX, un magnífico usuario de youtube, ha subido infinidad de caricaturas con el doblaje que todos conocimos y puedes verla aquí. O acá: